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Inteligencia Colaborativa: opiniones desde la diversidad (post-472)

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inteligencia-colaborativaAyer estuve por Madrid participando en un interesante evento sobre “Inteligencia Colaborativa” que se celebró en la Fundación Rafael del Pino, organizado por el Innovation Center for Collaborative Intelligence (ICXCI), un proyecto que lidera DontKnow, que es una organización con la que estoy colaborando en los últimos tiempos de la mano de Rafa Mira y Leticia Soberón.

Me alegro haber asistido porque fue una oportunidad para conocer, en un formato compacto, la visión de más de una docena de expertos sobre ese difícil arte (y misterio) llamado “colaboración”. El título de mi ponencia fue Retos y oportunidades de la Inteligencia Colectiva para la Innovación Social”, que compartió cartel con aproximaciones al tema tan diversas como el Big Data, los claroscuros de la cultura de la colaboración en el mundo corporativo, la complejidad de predecir el futuro, o las lecciones que nos deja el aprendizaje colaborativo. Mientras hacía mi viaje en AVE de regreso a Málaga, estuve juntando los apuntes que tomé del evento más una breve síntesis de lo que conté en mi ponencia.

Rafa Mira incidió en un argumento que sirvió de hilo conductor de toda la jornada: el ser humano es demasiado complejo para que nos valgan recetas mágicas, y hay mucho pseudo-conocimiento que conviene poner en cuarentena. Decía Rafa que con tanta incertidumbre, “nunca había visto a los directivos más perdidos que ahora”, y que por eso el nuevo liderazgo debe aprender a reconocer sus limitaciones y a aceptar que no tiene respuestas para muchas interrogantes, así que pedir ayuda a la organización en la búsqueda colaborativa de esas respuestas no debe interpretarse jamás como un signo de debilidad, sino todo lo contrario: “necesitamos un liderazgo de buenas preguntas, y no de respuestas para todo”.

Beatriz Lara invitó a pensar el futuro colectivamente, porque los problemas son tan complejos que no basta con las predicciones individuales. Herbert Simon ya explicaba esa carencia con su teoría de la racionalidad limitada, que puede compensarse en cierta manera con una reflexión colectiva gestionada desde la diversidad, que ponga en contacto distintas perspectivas. Al final, cada cual filtra su interpretación del mundo según paradigmas. Agustín Cuenca ponía un ejemplo de esto que me gustó mucho, y es lo difícil que ha sido explicarle a su padre que movimientos ciudadanos como los del #15M “no estaban manejados por nadie desde arriba”, sino que eran el resultado de un mecanismo emergente.

El psiquiatra Enrique Baca pidió contención y humildad a la hora de formular conclusiones rotundas sobre el comportamiento humano a partir de los estudios del cerebro. Nos regaló, entre otros, este fogonazo: “el Neuromarketing es una estupidez porque las conexiones neuronales son demasiado complejas para que quepan en el tipo de conclusiones que se hacen desde esa pseudo-disciplina. Aunque Enrique, que es un sabio, intentó matizar con elegancia esa opinión para evitar incendios, yo la aplaudo y suscribo literalmente. Alguien tenía que decirlo porque aparte de la escasa credibilidad que transmite el Neuromarketing por sí mismo, choca bastante ver a sus valedores haciendo malabarismos para intentar convencernos de que nada de lo que estudian o proponen tiene como intención manipular preferencias o comportamientos. Baca se atrevió con todo, tratando varios temas y despidiéndose con esta perlita: El sistema educativo español ha destruido la noción de esfuerzo”.

Derrick de Kerckhove, discípulo prominente del filósofo Marshall McLuhan y un tipo realmente encantador, habló sobre las oportunidades del Big Data como un salto paradigmático en la búsqueda de respuestas a grandes desafíos sociales. En palabras de Derrick, el Big Data está contribuyendo a la creación de nuevas industrias y a conectarlo todo. Él reconoce que hay riesgos de que contribuya a una mayor concentración de poder, pero en su opinión, “eso no ocurrirá por mucho tiempo” porque se están activando mecanismos correctores que buscan abrir y democratizar esa tecnología. Puso el ejemplo de herramientas de software libre como Apache Hadoop, que pretenden eso. Yo en principio estoy de acuerdo, pero no soy tan optimista. Ahí van, con toda humildad, mis dos matizaciones: 1) el Big Data no sirve para todo, y su eficacia “patina” cuando el problema a tratar depende en gran medida de datos no estructurados, 2) La concentración de poder puede producirse no solo por la tecnología, sino también por el acceso a los datos, que es y seguirá siendo muy asimétrico. Por ejemplo, es cierto lo que decía Derrick que Google, como cualquier buscador potente de Internet, puede funcionar en cierta manera como “distribuidor de poder”; pero también (y esto lo añado yo) que la opacidad de sus algoritmos de personalización y el acceso privilegiado y cerrado que tiene Google a los datos de navegación de cientos de millones de usuarios, lo coloca en una posición privilegiada para concentrar poder.

Leticia Soberón, co-fundadora de DontKnow,  transmite sus ideas con una serenidad que seduce. Nos recordó las diferencias entre “deliberar” y “debatir”. La “deliberación” busca evaluar pros y cons, acercar posturas y aprender unos de los otros; mientras que los “debates”, en cambio, tienden a ser ejercicios competitivos de ganar-perder, que no ayudan mucho a la solución colaborativa de problemas. Esto de aprender a deliberar me parece de las asignaturas pendientes más críticas que tenemos por delante como sociedad.

Algunos creen que la cultura colaborativa en el mundo corporativo se puede fomentar sólo a través de la persuasión, pero esa es una lectura buenista, según Juan Mateo. No funciona porque el espíritu competitivo está demasiado arraigado así que, una vez aceptado eso, Mateo recomienda combinar dos estrategias: 1) obligar a la gente a que colabore, o mejor lo digo en sus propias palabras: “inhibir la no-colaboración” a través de mensajes, prácticas e incentivos que indiquen claramente que colaborar es el único camino aceptable, 2) reconocer los costes que cada uno tendrá que asumir por colaborar (porque costes hay siempre) para así facilitar un análisis honesto de en qué medida compensan las ventajas, que también habrá que visibilizar. Esta lectura, que el propio Mateo reconoce como conductista por estar basada en estrategias de estímulo-respuesta, tiene desde mi punto de vista algunas limitaciones pero también es bastante realista si la enmarcamos en entornos corporativos. Ahí no debo discrepar alegremente porque sé que Mateo tiene mucha experiencia trabajando con multinacionales, y sabe (mucho más que yo) qué funciona, y qué no, en ese mundillo. Me quedo con una frase que dijo al final de su intervención: “uno no tiene lo que merece, sino lo que negocia” (incluso con uno mismo, añadiría yo).

Por cierto, esta es una idea que escuché varias veces en estos días: “La colaboración y la competencia pueden ir unidas y no son incompatibles”. Es un latiguillo políticamente correcto que deja contento a todo el mundo, pero induce a la confusión porque debilita el compromiso. Si colaboras, no compites. Y si compites no colaboras (al menos no con la misma persona o empresa, ni al mismo tiempo). Otra cosa es que ambas estrategias se apliquen de forma secuencial, o sea, que haya unos momentos en los que se compita, y otros en los que se colabore, o que se sigan ambas estrategias con agentes distintos. Lo que quiero decir es que no caben medias tintas. Hay que fijar muy bien por cuál estrategia se apuesta de las dos e ir a muerte a por ella. No valen híbridos, ni incongruencias, porque se quiebra la confianza.

Del mismo modo que, siendo realistas, a veces la colaboración no tiene cabida y solo cabe competir. Eso ocurre (quizás más de lo que nos gustaría) en política. Si hay puntos de fricción incompatibles, solo funciona el juego de suma cero: gana uno y pierde el otro. Por ejemplo, frente a intereses atrincherados en conservar el statu-quo sólo cabe la confrontación. Pero claro, no es fácil discernir entre cuándo hay que colaborar y cuándo competir, y esa es una habilidad crítica que cualquier persona debe aprender a desarrollar.

En mi intervención expliqué las oportunidades que se abren con la inteligencia colectiva, que van desde multiplicar la capacidad creativa a través de procesos de Crowdstorming, a reducir el “sesgo del experto” en el análisis de los datos, implementar sistemas colectivos de gobernanza de bienes públicos o desplegar procesos de vigilancia distribuida que mejoren el acceso a los datos (y la transparencia) que necesitamos para resolver grandes desafíos de innovación social. Puse como ejemplo la iniciativa “Yo pagué un soborno”, ya reseñada en mi blog de Inteligencia Colectiva.

La “inteligencia colaborativa” es un arma poderosa para aumentar la legitimidad de las decisiones que se toman, y esto vale tanto para la gobernanza pública como para las empresas. Rafa Mira comentaba que los empresarios se quejan de que muchas de las decisiones que toman nunca se ejecutan, y yo pienso que eso ocurre a menudo porque no se consulta, ni se implica, a los que tienen que ejecutarlas.

A más interdependencia, más “problemas colectivos”, y más necesidad vamos a tener de buscar las soluciones adoptando lógicas de “inteligencia colectiva”. Pero me pareció necesario insistir que ésta, a pesar de su apellido, es perfectamente compatible con la libertad individual. Es más, un grupo será colectivamente inteligente sólo si la participación de sus miembros se hace desde la autonomía y la responsabilidad individual. Es una condición necesaria, aunque no suficiente.

En el apartado de los retos o dificultades de impulsar proyectos de inteligencia colectiva (o “colaborativa”, si prefieres), propuse cuatro grandes desafíos que tenemos por delante: 1) mejorar los ratios de participación en cantidad y calidad, 2) evitar el groupthink o pensamiento de grupo, 3) atenuar las pérdidas de eficiencia derivadas de la escalabilidad, 4) mejorar los mecanismos de agregación.

Siempre me preguntan sobre la “estupidez colectiva”. Son situaciones que se dan mucho, y no voy a ser yo el que lo subestime, pero pienso que es un fenómeno sobredimensionado porque  los fracasos reciben más atención mediática que los éxitos. A más estudio el tema, más me doy cuenta que la vida está llena de ejemplos satisfactorios de inteligencia colectiva (y de colaboración cotidiana) en los que nadie se fija. Por ejemplo, ¿a que si miras por la ventana, y ves mucha gente con abrigos, agarras el tuyo y eso pocas veces falla? :-)


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