Es bastante probable que hayas visto el famoso vídeo de una esquina en Hanói en la que se entremezclan con perfecta sincronía decenas de coches y motos sin que haga falta un semáforo para dirigir el tráfico. Es sorprendente ver cómo cada conductor logra encontrar los espacios que optimizan su trayecto de forma autónoma, sin que se produzcan accidentes, ni que sea necesario un “poder central” (policía, semáforo, etc.) que ponga orden a tanto caos.
El tráfico de Hanói es un buen ejemplo de “emergencia”, entendida como el proceso donde el sistema no es reducible a la mera suma de las partes, sino que es el resultado complejo de las interacciones locales entre los componentes de una red. A partir de un comportamiento “micro” (o individual) que se basa solo en información local, se genera un complejo patrón “macro” (o global) que a menudo sorprende por su coherencia. He dicho “patrón”, pero ojalá fuera posible siempre mapear el algoritmo que explique ese comportamiento emergente. Los elementos actúan, al menos en apariencia, de forma espontánea, porque no hay una autoridad centralizada que los dirija. Parece un caos, como refleja el vídeo de Hanói, pero el resultado suele ser sorprendentemente óptimo.
Si la explicación anterior te parece demasiado sofisticada, igual lo entiendes mejor si hablamos de modelos “auto-organizados”. Cada miembro del sistema actúa de forma individual y autónoma, usando sólo información local (piensa en las maniobras de los motoristas en aquella esquina aprovechando los huecos que deja el otro), y entonces la agregación de todos esos comportamientos auto-gestionados genera una estructura colectiva de orden superior.
En este post me gustaría retomar el ejemplo de Hanói, y otros que he vivido personalmente, para visibilizar las posibilidades que ofrecen los modelos auto-organizados de gestión. No digo que sean la solución para todo, pero sí que se trata de un patrón de solución infra-utilizado que se descarta demasiado rápido.
Mi experiencia de conducir en Marruecos, de trasladarme en rickshaws por calles de la India, o en taxis particulares por carreteras de Colombia, me va a valer para exprimir el tráfico como metáfora. Allí los coches buscaban la “ruta crítica” sin colisionar, usaban el claxon como mecanismo de gestión de proximidad y para maximizar el espacio disponible entre maniobras, y vi muy pocos accidentes para lo que uno esperaría de tanto “caos.
Recuerdo especialmente mi viaje en taxi colectivo desde Popayán a Cali. Te cuento algunos comportamientos que me llamaron la atención de aquel “tráfico emergente”: 1) Las motos de frente no contaban como coches en términos de espacio para adelantar (o sea, las motos usaban los espacios que quedan libres), 2) Los coches “se colaboraban” entre sí, es decir, el que venía de frente frenaba para darte tiempo a terminar el adelantamiento, 3) El que iba detrás iba muy atento y te abría hueco para que te reincorpores si veía que habías calculado mal el adelantamiento a mitad de la maniobra, 4) En autovías se adelanta por los dos lados. Los conductores lo saben y entonces tienen el hábito de mirar los dos espejos antes de cualquier maniobra de cambio de carril, 5) Si un coche iba lento, se apartaba al arcén y dejaba fluir.
Esto parece una locura pero tiene todo el sentido porque se trataba de carreteras donde había un exceso de tráfico, o sea, una capacidad mucho menor de la demandada, y esto necesitaba patrones más flexibles de optimización. Si los conductores colombianos hubieran tenido que seguir los patrones conservadores de seguridad de Europa, con holguras de protección tan grandes (más prudentes pero menos eficientes), los viajes serian interminables. Como se ve, es una respuesta espontánea (adaptativa) a las restricciones del entorno.
Pero la diferencia más relevante respecto del comportamiento europeo está en la actitud. Ellos están siempre alertas porque deben adaptarse constantemente al ambiente. Como saben que no hay normas, o hay unas pocas, no externalizan el control de la navegación. Saben que optimizar la ruta y el comportamiento depende de ellos en todo momento. No delegan esa responsabilidad en las normas, como haría un europeo. Esto tiene el lado malo de que hay muy poco margen para relajarse; pero tiene de bueno que nunca pueden confiarse en exceso y de que la navegación se torna sumamente flexible porque no está sujeta a trazados o restricciones del tráfico que a veces llegan a ser absurdos o muy poco eficientes.
Vale, sé que todo no es tan idílico. Debo reconocer que no tengo datos de los accidentes que se producen en esos países y que en parte pueden obedecer a la falta de normas o a su escaso cumplimiento. Sin embargo, el resultado no es tan alarmante como un europeo esperaría desde su lógica, ni un sistema tan normatizado como el nuestro garantiza que las estadísticas de accidentes de tráfico sean perfectas. Por otra parte, también he visto las enormes ventajas que genera un sistema tan flexible, basado en la decisión autónoma de los conductores.
El comportamiento adaptativo y la inteligencia ambiental del conductor tiende a chocar con la cultura occidental, acostumbrada a las normas y el orden. Ahí está el meollo de la metáfora que intento transmitir en este post. Para eso voy a echar mano de una historia que cuenta el gran Richard Sennett sobre el parque infantil Buskenblaserstraat, diseñado por Van Eyck en Holanda y construido a partir de un espacio vacío de una esquina con tráfico ininterrumpido:
“El arquitecto diseñó un parque que empleaba los elementos más simples y claros que invitaran a sus jóvenes usuarios a desarrollar la habilidad de anticipar el peligro y manejarlo; no buscaba protegerlos mediante el aislamiento (…) Proyectos que cumplían concretamente el objetivo de crear un borde vital, una membrana porosa (…) y los niños que aprendieron a llevarse bien con la ambigüedad inherente a los diseños de sus parques terminaron creando reglas de comportamiento para sí mismos” (…) El trabajo de improvisar un orden en la calle une la gente a su comunidad, mientras que los proyectos de ‘renovación’, que tal vez proporcionen una calle más limpia, casas bonitas y grandes tiendas, no ofrecen a los habitantes ninguna manera de marcar su presencia en el espacio”
Según concluye Sennett, la ambigüedad externa, no resuelta con normas, puede generar una armonía y un orden interno, autónomo, mucho más genuino por ser auto-gestionado.
En esa línea, escribí hace algún tiempo un post con una reseña del libro “The Perfect Swarm” de Len Fisher, en el que recordaba que “reglas simples generan comportamientos complejos”, o sea, que reglas perfeccionistas y complejas (entiéndase, la burocracia) tienden a generar comportamientos demasiado simples porque restringen artificialmente los espacios para la creación. Unas pocas reglas simples, pero robustas, que todo el mundo puede cumplir porque se han acordado colectivamente desde la autorregulación, permiten que la creatividad se libere.
No digo que no hagan falta normas. Si hay demasiadas pocas normas, puede haber mucho estrés por incertidumbre y exceso de alerta. Creo que tiene que haberlas pero mínimas, para que la gente sepa que el control no se puede externalizar, que depende de uno/a, y así se active una vitalidad individual que es socialmente saludable. Quizás haya un “punto optimo de regulación” que permita la convivencia y empodere a los individuos.
Visto lo visto, esta lógica de caos auto-gestionado no encajaría con conductores demasiado acostumbrados a un orden central. Tanto confiar los comportamientos a normas fijadas externamente nos vuelve más flojos y pasivos. O planteado en positivo: ciertas normas y control central no serían imprescindibles si se acostumbra y entrena a los conductores a que son ellos los únicos responsables de su propio destino. Ahí tenemos la metáfora servida que se puede trasladar a cualquier otro ámbito distinto al del tráfico. Ahí la dejo